viernes, 20 de noviembre de 2009

En la Atenas de la época clásica, tan brillante por otros conceptos, la mujer fue siempre una menor de edad. Estaba excluida de la vida pública y confinada en el ámbito doméstico. Su educación era escasa, teniendo en cuenta lo limitado de sus funciones, de modo que sólo se les enseñaba a hilar, tejer, ser buena esposa, y, en las muchachas de buenas familias, algunas nociones de música y danza. En cualquier caso, al casarse cesaba su formación. Y, puesto que hablamos del matrimonio, conviene saber que éste era el resultado de un pacto entre el padre y el futuro marido, en el que opinión de ella no contaba. Es decir, que el matrimonio para la mujer significaba pasar de estar sometida a la autoridad del padre a la del marido. Y ya dentro del espacio doméstico -en el que tenía que ocuparse del marido, los hijos, las tareas domésticas y la vigilancia de la servidumbre- quedaba confinada en el gineceo, lugar recóndito lejos de la calle y de las zonas comunes, de modo que no pudiera ser vistas por hombres, salvo que se tratara de familiares muy directos. Y este requisito se cumplía tan estrictamente, que toda mujer que se respetara no debía concurrir a lugares donde hubiera varones, de ahí que la política fuera el ámbito propio y exclusivo de éstos, en tanto que el oikos, el hogar, lo era el de la mujer. Dicho en otros términos: las ciudadanas atenienses podían ser madres de ciudadanos con todos los derechos políticos, pero ellas carecían de los mismos. Así pues, se daban todas las condiciones para que las mujeres atenienses no dejaran de ser sombras sumisas, esquivas y fantasmales. Y así habría sido de no ser por la cerámica, uno de cuyos ejemplos es el objeto de nuestro comentario. Los vasos griegos se decoran con una temática muy variada, pero a nosotros nos interesan sobre todo las escenas de la vida cotidiana, pues es en ellas donde la presencia de las mujeres se nos hace mucho más visible. En este caso, se trata de una hidria, vasija grande destinada a contener agua, con tres asas, una vertical y dos horizontales ,que permitían sujetarlas cuando se llevaban sobre la cabeza. Su superficie aparece decorada con figuras negras bien delineadas sobre fondo rojo, en una escena de aprovisionamiento de agua de alguna de las fuentes que debieron construirse en la ciudad a finales del siglo VI a. C. En ella las mujeres se nos presentan ataviadas con elegantes peploi o túnicas típicas de la época, en una gestualidad de las manos que habría que relacionar con la animada charla que mantienen, formando un exquisito friso en el que podemos contemplar los distintos momentos de una misma ocupación, desde la muchacha que espera a que la vasija se llene, hasta las que se encaminan de vuelta al hogar con el recipiente sobre la cabeza, pasando por aquellas otras que, con la hidria en posición horizontal, se dirigen a la fuente . En fin, una tarea ancestral que, hasta hace muy poco tiempo, han venido realizando las mujeres del mundo mediterráneo. Y, aunque se trata de una ocupación típicamente femenina, algunos piensan que las mujeres que aparecen en la escena debían ser esclavas, puesto que una señora que se preciara no realizaba actividades que posibilitaran el intercambio social, la charla e incluso las ocasiones de flirteo. Pero la teoría no resulta demasiado convincente, dado que no todas las mujeres de Atenas disponían de servidumbre que les relevara de tan penosa tarea. En cambio, sí parecen estar en los cierto los que piensan que la fuente podría ser el equivalente para las mujeres de lo que el ágora o plaza pública era para los hombres. Pero hay algo indiscutible: la altísima calidad artística de estos vasos, cuyo intercambio fue objeto de comercio a lo largo de toda la cuenca del Mediterraneo.